jueves, 30 de diciembre de 2010

48. Bariloche de Andrés Neuman

Esta novela, escrita a los 22 años por el hiperkinetico escritor argentino Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) resultó finalista del XVII Premio Herralde de novela.* Estar plantado a esa joven edad ya entre las cimas de Hispanoamérica no es precisamente cuestión de suerte.


Incisivo, Neuman es un escritor que practica lo que Bolaño alguna vez catalogó como literatura de los ojos abiertos, esa atención continúa sobre los otros y sobre el mundo en general, un continuo proceso de aprendizaje sobre los demás que el propio autor pregona. Recuerdo que la tarde posterior que conocí a Andrés Neuman practique su método. Me fui caminando al metro en santiago intentando estar los más atento posible. ¿Qué es lo que vi? Muchas más cosas de las que en principio creí que me encontraría: vi a una señora de color, con unas flores marchitas en la mano, y a su hija, que la seguía detrás y las lágrima se le escapaban por los ojos; vi a la señora del aseo en el metro con una muñequera en el brazo derecho, el mismo que usaba para sujetar la escoba, los labios fruncidos y el dolor contenido dibujado en el rostro; vi a un adolescente gordo intentando leer una condorito, pero que a cada rato se desconcentraba producto del efusivo ponceo que una pareja de pokemones, a su lado, se prodigaban lujuriosamente. En el metro, vi a un tipo delgado, de no más de 15 años, peinado a la gomina que leía El Secreto fervorosamente y parecía creer a pie juntillas que ese libro cambiaría su vida; vi una madre con su hijo, ambos de rasgos semejantes y con el ceño fruncido intercambiando bostezos que se contagiaban mutuamente una y otra vez como dos hipopótamos soñolientos; vi a una chica de formas voluptuosas encender su ipod y poner un video homo-erotico que parecía estar viendo por milésima vez y vi a un dealer cincuentón, vestido de pies a cabeza con Lacoste, que miraba a las colegialas con mirada triste, con algo parecido a la nostalgia.


Uno podría seguir por horas y horas. En ese sentido el mundo es un libro abierto, que cualquiera, si se lo propone puede leer. Y hablando de libros…


Bariloche es una historia sobre lo que yo llamaría, la aplastante mediocridad de nuestras vidas. Un hombre, Demetrio Rota, sumergido en el controvertido oficio de basurero, se ha esmerado durante toda su vida en mantener un cerco de calma e independencia alrededor de su persona. Hombre maduro ya, trabaja de madrugada y parte de la mañana recogiendo basura, duerme siesta por las tardes y arma rompecabezas por las noches. Esto es interesante: la afición por los puzzles con paisajes montañosos que le sirven a Demetrio para evocar su infancia y juventud en Bariloche. En ese sentido, las imágenes le sirven para poner en un marco perfecto, para idealizar, las trabas y sueños rotos desde su juventud, anestesiando su conciencia, y disfrazando su memoria.


Al final de la lectura, en todo caso, me quedaron algunas dudas: ¿qué impulsa a Demetrio a ese quietismo? ¿O que nos impulsa a todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, a detener el viaje, a establecernos y decir: aquí me quedo? ¿Qué nos impide ir más lejos, ahondar en lo profundo? ¿Acaso son nuestras propias barreras mentales, no físicas, las que nos inducen a creer que no hay mucho más detrás de la línea del horizonte, que no hay nada nuevo bajo el sol y que la vida se repite incesantemente sin prestar realmente atención, a la enorme complejidad y al colorido del mundo?


Saludos


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(*): uno más de los premios literarios que llevan el nombre del dueño de la editorial lo que nos da algunas pistas acerca del descarado ego de los editores.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

49. Esperando a los Bárbaros de J. M. Coetzee

Este es el decimosegundo libro de J. M. Coetzee que he leído –antes fueron Desgracia, Infancia, Juventud, Elizabeth Costello, Vida y época de Michael K., Mecanismos internos, Costas extrañas, El maestro de San Petersburgo, Hombre Lento, Foe y Diario de un mal año– lo que es una clara señal de que ciertos lectores se vuelven adictos a Coetzee. Esto no es casual ni tiene que ver con una moda literaria. En realidad, está relacionado con una cuestión más amplia, algo que podríamos llamar el peso especifico de los autores en la historia de la Literatura.


Me explico: en el último tiempo se ha discutido ampliamente acerca de la inferioridad de la literatura a partir de 1950 en relación a la escrita en la primera mitad del siglo XX. Y claro, ¿cómo nuestros escritores contemporáneos podrían plantar batalla a autores de la talla de Kafka, Joyce, Marcel Proust, Thomas Mann, Albert Camus, Hermann Broch o Robert Musil?


Peor aún sería mirar un poco más hacia el pasado, donde nos aguardan monstruos como Melville, Tolstoi, Conrad, Flaubert y Dostoievski.


“La contienda es desigual” dijo alguna vez un héroe patrio, lo que se ajusta bastante al panorama que un escritor de nuestra época debiera enfrentar intentando cruzar las puertas sagradas de la genialidad literaria. Y en nuestro mundo, en nuestra oscura época, sólo hay un hombre –a mi entender– entregado a esa batalla. J.M. Coetzee, premio Nobel en el 2003 cabe recordar, es acaso el último de nuestros escritores que intentan llegar a las últimas cimas, no por un afán olímpico, sino simplemente porque desde su juventud ha querido alcanzar su propio cenit como artista. La literatura siempre es personal; la lucha de Coetzee, antes que con el mundo y con la historia de la literatura, es consigo mismo.


Pero dejemos de lado esta diatriba que ya casi roza el panegírico y pasemos al libro mejor. Coetzee, al igual que la mayoría de sus compatriotas, debió enfrentar alguna vez la cuestión racial en Sudáfrica: apartheid, abusos, desplazamientos, segregación, torturas, asesinatos, humillaciones, injusticias. ¿Cómo hablar de todo esto sin sonar político o denunciatorio? ¿Cómo hacerlo yendo más allá del panfleto y de la coyuntura histórica?


El camino que toma Coetzee es el de una historia en un marco indeterminado, un Imperio decimonónico que busca proteger sus fronteras de un enemigo casi siempre invisible o lejano, los bárbaros. Para esto, se presentan en la frontera militares ceñudos y brutales que cogen prisioneros en los campos y los torturan en busca de información sobre inexistentes planes de invasión. Hay en la historia una espera terrible, las horas muertas que aguardan a llegada de la guerra, una espera vacía, cargada de tedio y de las bajas pasiones de cada día. La vida que se arrastra bajo los pesados engranajes de la Historia, aplastando a los actores, cuyos destinos parecen sometidos a un odio o una animadversión superior, una fuerza que viene desde lejos y que ha decidido hace mucho el destino del Imperio: su caída inexorable a manos de los bárbaros, los salvajes que los militares inútilmente, a través de la masacre y la brutalidad, soñaron alguna vez con subyugar.


saludos

martes, 28 de diciembre de 2010

50. El Fumador y otros relatos de Marcelo Lillo

Un buen libro nos dice mucho sobre una historia, un mal libro nos dice mucho sobre su autor, dice la cita literaria y esto se cumple a cabalidad en El Fumador de Marcelo Lillo, donde lo poco o nada de historia que se relata queda rápidamente opacado por la personalidad energúmena y sociopatica del propio Lillo, cuyo ideario mental podría resumirse de esta forma:


  1. vivo en un pueblo chico donde todos ven televisión y son infinitamente estúpidos.
  2. soy el único de este pueblo chico que lee libros y eso me convierte en un ser increíblemente inteligente.
  3. Lo más probable es que me muera de cáncer cuando sea un autor rico y famoso y mi nombre viva para siempre en el olimpo de las letras latinoamericanas o acaso, mundiales.


Una maravilla de ser humano, ¿no? Pero así están las cosas. Lillo está tan obsesionado con esos tres puntos, (sus axiomas de vida podríamos llamarlos) que los saca a colación una y otra vez en sus cuentos. Obsesionado primero con despreciar antes que comprender a sus semejantes (primer error), con inferir que solo él ha leído a Raymond Carver y sus plagios descarados pasan, por lo mismo, desapercibidos (segundo error) y creer que un autor de su talla, mediocre, irregular y que cae en la más burda de las tentaciones del arte: la de creerse un genio (tercer error) puede alguna vez alcanzar la tan ansiada Gloria Literaria.


Veamos estos errores con más detalle.


a) Los personajes de Marcelo Lillo empiezan y terminan con él mismo. Sin ningún interés por mirar al otro, por descubrir el misterio que se oculta en cada ser humano, Lillo está totalmente imposibilitado de desarrollar personajes que no sean la sombra de su propia persona, esto es: hombres cuarentones, desencantados, egoístas, sin conexión emocional, vacíos, cuyo único norte una fama y gloria tan lejana que no es más que un espejismo al que se aferra un hombre perdido en el desierto.


b) Lillo lee autores norteamericanos con fervor y eso se nota de forma grotesca. Hay un cuento de Raymond Carver, El elefante, escrito en 1988 cuando Carver sabía que tenía cáncer y era un autor famoso, un cuento sobre el arrepentimiento y el remordimiento por el dolor inflingido ha quienes ha dejado de lado por su carrera y que se manifiesta en una controvertida visita a su ex esposa. Pues bien, Lillo escribe un texto titulado El Último cuento, sobre un escritor famoso, con cáncer, que siente arrepentimiento y remordimiento por el dolor inflingido a quienes ha dejado de lado por su carrera y que se manifiestan en una controvertida visita a su ex esposa (¡!) Un cuento con el mismo tema, tono, ritmo, estructura, etc. La única diferencia es que Carver lo escribió primero y si era un autor famoso y con cáncer cuando lo hizo. Lillo se limita a plagiarlo mientras, patéticamente, parece soñar con la gloria y la enfermedad.


De hecho hay muchas más coincidencias disponibles para el estupor y el escándalo y sospecho que no habría problema en encontrar a algún tesista de literatura norteamericana con suficiente estomago y paciencia para que fácilmente redacte una tesis titulada: Apoteosis del robo literario: tratado completo de frases e ideas plagiados de los textos de Richard Ford y Raymond Carver en las obra de Marcelo Lillo.


c) el tema de la muerte. Como toda persona egoísta, Lillo cree que el Fin del Mundo es equivalente a su propio fin, y no para de darle vueltas al asunto. Más aún, en un giro interesante ha jurado públicamente que si no alcanza la gloria literaria en los próximos años se pegara un tiro. Creo que ahí hubo una confusión. Por mucho tiempo Lillo fue la estrella de la Segunda División literaria, ganó concursos de cuentos de provincia, becas de creación, el mítico Paula y finalmente ascendió a primera división siendo editado por Mondadori. Sin embargo, de ahí a creer que siendo un autor que se limita a plagiar a escritores norteamericanos pueda ir más lejos, uff. Siguiendo la metáfora futbolística, Lillo es como si el presidente del recientemente ascendido Curico Unido dijera: me mató a fin de año si no salimos Campeones de la Libertadores. Un despropósito absurdo. Sospecho en todo caso, que Lillo dice lo de matarse por un afán histérico por publicidad más que por realmente saldar una deuda de honor consigo mismo. Honor que por lo demás, dado el dudoso origen de buena parte de su obra, ya está mancillado de forma definitiva.


saludos

lunes, 27 de diciembre de 2010

51. Los Genocidas de Thomas Disch

Por lo general en las películas donde llegan los extraterrestres a la tierra con intenciones hostiles (Día de la Independencia, Guerra de los Mundos, o las más recientes Skyline y la Batalla de Los Ángeles), los seres humanos, tan denodados ellos, logran la victoria ante una raza ampliamente superior desde el punto de vista tecnológico y científico, apelando al coraje o a la valentía, o inclusive a la suerte (en guerra de los mundos son las bacterias quienes les dan una mano al hombre), pero siempre saliendo adelante y alcanzando el tan ansiado happy ending hollywoodense.


Por lo mismo, no es casualidad que este estupendo libro del norteamericano Thomas Disch (Des Moines, 1940) nunca llegara al cine. Aquí, no hay espacio para un final feliz, sino, por el contrario, para una disección cuidadosa de la decadencia y caída de los seres humanos ante una invasión de una raza superior, que, con paciencia y amplia organización, acaban fácilmente con toda la vida en la tierra sin nunca dejarse ver o siquiera osar vulgarmente a plantear una batalla frontal.


Como un cuadro de El Bosco en Los Genocidas lo que interesa mostrar es la caída de los seres humanos, que llevados al limite, toman rápidamente partido de la frase de Thomas Hobbes: el hombre es un lobo para el hombre y menos que mostrarse valientes y osados, lucen egoístas e impiadosos, convirtiéndose en un nuevo enemigo para aquellos que luchan sobrevivir al Holocausto, un enemigo peor aún que los lejanos extraterrestres, alguien que, en el aquí-y-ahora cree firmemente que la destrucción de los otros es un requisito indispensable para la propia sobrevivencia. En ese marco, uno casi podría echar de menos los héroes de los que pregona Hollywood, y que a la hora de la verdad, de la desesperación y de la crisis, no son más que bestias desencadenadas dispuestas a matar a quien se les cruce por delante, sólo para acelerar aún más el insoportable fin.


saludos


post data: Para los que tengan dudas aún de cómo nos la apañaríamos realmente ante una fuerza invasora tecnológicamente superior, vale recomendar Brevísima relación de la Destrucción de las Indias del Padre Bartolomé de las Casas, donde da cuenta del cruento genocidio sufrido por las tribus nativas de Centroamérica en las décadas posteriores al tan reputado Descubrimiento.

52. El Gran Arte de Rubem Fonseca


Llegué a Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) básicamente porque es uno de los autores favoritos del gran Thomas Pynchon. Pynchon, tan discreto él siempre, en esta ocasión no se guarda elogios para el que es acaso, el mejor escritor brasileño o sudamericano vivo:


“Lo mejor de la obra de Rubem Fonseca es no saber adonde nos va a llevar. Siempre que comienzo un libro suyo es como si sonará un teléfono a medianoche: ‘hola, soy yo, no vas a creer lo que está sucediendo’. Su escritura hace milagros, es misteriosa. Cada uno de sus libros es un viaje que vale la pena: es un viaje de algún modo necesario”.


Si uno se pusiera un poquito cáustico podría sugerir que buena parte del entusiasmo de Pynchon por Fonseca, se debe a que este ultimo toma un amplio abanico de recursos que uno podría llamara pynchonianos*: montañas de personajes, acción repleta de elipsis y saltos temporales, diluvios de detalles de mundos privados, salto de la conciencias de uno a otro personajes sin ningún aviso previo, etc.


Sin embargo, más allá de las semejanzas estilísticas entre ambos autores, hay que consignar sinceramente lo buena que es la prosa de Fonseca, una escritura que muchos a primera vista podrían mirar en menos por tratarse de ambientes sórdidos, favelas llenas de putas, narcos y sicarios, con una trama que parece la clásica del tipo detective-que-caza-al-asesino, pero que acaba por desmenuzarse en un millón de historias, el marco completo podría decirse, el deseo del autor por mostrar a cada uno de esos personajes, con sus sueños y fracasos, luchando por salir adelante, o apenas sobrevivir; resistiendo al pasado, al peso de sus recuerdos, manías y obsesiones.


Buenísimo Fonseca. Buenísimo también Pynchon.


Saludos


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*: y si queremos ponernos puristas a estos mismos detalles pynchonianos podríamos llamarlos faulknerianos o antes que eso, joyceanos. Hay una genealogía aquí, de la cual es participe nuestro querido Roberto Bolaño (también admirador de Pynchon) pero que no viene al caso explicitar a menos que uno sea estudiante de literatura de postgrado.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

53. Arrancad la semilla, fusilad a los niños de Kenzaburo Oe


La segunda novela de Kenzaburo Oe, contiene los clásicos elementos característicos de su obra: amplias dosis de violencia sicológica, brutalidad animal y largos pasajes de una belleza casi lírica. Ambientada en las postrimerías de la Segunda Guerra mundial, Arrancad la semilla, fusilad a los niños, trata de un grupo de huérfanos que son evacuados de Tokio por el peligro de los bombardeos, pero que una vez fuera de la ciudad, descubren que en realidad su destino le es totalmente indiferente a cualquiera que se crucé en su camino. Mal que mal, es el fin de una era en Japón y nadie tiene tiempo para ocuparse de mocosos desarreglados, potenciales ladrones o vándalos. De esta mirada se desprende un pequeño pedazo de infierno para los huérfanos, quienes deben luchar por sobrevivir en un mundo, que desde el comienzo, les ha dado la espalda y los ha hecho vivir bajo el imperio de una ley sumamente dura y de castigos dolorosos y cruentos para los infractores.


Y sin embargo, este es un libro denodadamente bello.


Pese a que la violencia impregna desde sus primeras páginas el relato, también lo hace la naturaleza. Kenzaburo Oe se extiende continuamente sobre los bellos paisajes: ríos, campos, bosques, montañas y cielos que recorren los huérfanos en su éxodo hacia ninguna parte. Son las pausas, los ínter tantos a los momentos donde les toca ser apaleados, torturados o abandonados a su suerte. Es allí cuando hay tiempo para mirar con atención ese otro mundo que se opone al brutal reino de los seres humanos: el mundo natural, el mismo que permite ocultarse del enemigo o, en su horizonte, ofrecer la promesa de un escape definitivo.


De este modo, Kenzaburo instala a sus criaturas sobre esa cuerda floja puesta entre dos abismos, prueba máxima para el carácter. Y en una época en que vivimos tan adormilados, embrutecidos por el trabajo y la propaganda, vale la pena echar una mirada a los oscuros meandros del corazón humano, a todo el potencial de choque de que son capaces los seres y que es harto mejor que simular perplejidad ante los débiles dramas que nos proponen, día a día, el cine o la televisión.


saludos

martes, 21 de diciembre de 2010

54. El Síndrome de Ulises de Santiago Gamboa

Alejarse, irse, abandonar la tierra que nos vio nacer. Santiago Gamboa (Bogota, 1965) ha vivido en carne propia ese designio: el escritor dejo su natal Colombia a los 19 años para estudiar en España y luego en Francia. Un exilio voluntario que continúo años después por Italia, China y actualmente en la India. Los primeros años de ese largo periplo son relatados por Gamboa en El Síndrome de Ulises, una tierna novela de los años de formación donde las miserias, propias y ajenas, que circundan al joven escritor se entremezclan con el descubrimiento de los nuevos territorios: ciudades desconocidas que poco a poco se van volviendo parte del mapa personal, rostros que se vuelven reconocibles: extranjeros que igual que el protagonista esperan sostenerse, sobrevivir y sueñan con salir adelante. Una vida alejada de los seres queridos, un lugar donde el pasado es tan distante que parece irreal.


La mayor parte de los seres no se alejan demasiado del lugar que los vio nacer. Son los menos los que se atreven a abandonar el país natal, el propio continente, cruzar el mar, rumbo a destinos ignotos. Hay una soledad irremediable que, a modo de aura, parece rodear a estos viajeros de largo aliento. Pero también hay una voluntad, un carácter determinado que acepta partir (“el carácter es destino” decía Heráclito), renunciar a los territorios familiares y adentrarse en lo desconocido para intentar ampliar nuestros horizontes de comprensión.


Wittgenstein plasmó en sus diarios su extrañeza ante lo opuesto: los no-viajeros, aquellas personas que viven toda su existencia en espacios reducidos, mínimos. Por supuesto, Wittgenstein no solo se refería a la necesidad de ampliar nuestros horizontes físicos sino mentales, la necesidad de extender los límites de nuestra propia humanidad a través del viaje, de la conexión con el otro.


Mucho de esta pulsión hay en El Síndrome de Ulises, donde, por medio de los retratos de inmigrantes en París, desde un mísero lavaplatos norcoreano hasta una bella y acaudalada heredera colombiana, pasando por profesores literatura chilenos o prostitutas polacas se explora las vidas de los expatriados, de aquellos que, sin timón y en el delirio, día a día deben enfrentarse a lo desconocido.


saludos